miércoles, 29 de junio de 2011

¿Y si me reprograma esta noche?

¿Puedo vivir está noche en otra oportunidad? Es que en este momento no me viene bien. Verá, Señor Dios, tengo el corazón roto y no es apropiado que me obligue vivirla ahora. Lo que le pido es un tiempito para conseguir las ganas de luchar, que no recuerdo dónde están guardadas. Entienda que usted me está obligando a vivir está noche justamente cuando no encuentro esas ganas ¡Y vaya usted a saber dónde las he metido! Le confieso que no recuerdo cuando fue la última vez que las utilicé, o si se las dejé a alguien. No sé, no sé. Quizá el tiempo sea más largo de lo que pensé.

Para limpiar. Deme unos días para ordenar este desastre de vida  y así también encuentro el amor propio y, además, le hago mantenimiento a la esperanza. Vaya que está sucia la esperanza.

Yo sé que me entiende. Piense un instante, ¿de verdad quiere que viva esta noche, precisamente esta noche? ¿No le parece absurdo tener que vivir la noche de más dolorosa del despecho el mismo día que lo han dejado a uno? Por qué mejor no viene y nos juntamos un rato. Y detenemos el reloj. Y hablamos. Yo le hablo. Sin prisa.

Mi mayor pecado, como ya sabe, es no saber organizar mi tiempo. Fíjese, que entre tanta rompedera de corazón se me ha olvidado soñar. Sí, yo sé, no se moleste. Esa tareíta está pendiente. Tengo que volver a soñar. Tengo que volver a soñar, pero no se preocupe, los buenos hábitos no se olvidan.


Déjeme vivir está noche, cuando tenga más fuerzas. Me la deja pendiente para cuando yo recuperé las ganas, me ame otra vez y limpié la esperanza, y le prometo que se la vivo mejor.

jueves, 16 de junio de 2011

Vocación

Fue una tarea sencilla que tenía que hacer, pero me gustó vale...

-La televisión llegó a Venezuela en 1952. Llegó a un país triste, miedoso y, como siempre, poco desarrollado en materia tecnológica y social. Marcos Pérez Jiménez gobernaba para aquel entonces. –miró hacia un punto fijo en la pared, calló un instante y luego prosiguió con su discurso- Bastante irónico, la verdad, si ustedes me entienden.

Una muchacha levantó la mano, durante la pausa reflexiva que había realizado el profesor. Era un docente bastante joven, pero bastante culto. Le gustaba hacer largas pausas durante las explicaciones. Decía que había que darles a las muchachas tiempo para reflexionar sobre lo que se le enseñaba, para que pudieran debatir y criticar.
-Tienes la palabra.

-¿Cómo Pérez Jiménez permitió que llegará este medio a Venezuela si ni siquiera había libertad de expresión?

En el rostro del profesor se dibujó una leve sonrisa. Había logrado que su alumna, de no más de 15 años, realizara una pregunta muy astuta. Su técnica estaba funcionando.

-¡Por eso hablo de ironía! –afirmó moviendo las manos en señal de triunfo- Pero los totalitaristas no son bobos. Pérez Jiménez controlaba todo lo que salía y entraba al país, y hubiese podido controlar la televisión de haber actuado con más astucia.  De un momento a otro, avisó que llegaba la televisión y los más pudientes adquirieron el aparato…

-¡En blanco y negro esa vaina! –interrumpió una alumna cruzando los pies encima de la tabla del pupitre.

Después del comentario, comenzó a formarse un bullicio entre las muchachas. El profesor intentó retomar el control de la clase alzando la voz y dirigiéndose a ellas en un tono más informal:

-Sí, ¡Y Pérez Jiménez no era pendejo! – gritó.

Algunas se mostraron sorprendidas y emitieron una pequeña carcajada. Las otras, inmersas en sus conversaciones exaltadas y movimientos intranquilos, hace rato que habían perdido el interés en el discurso. Inmediatamente el profesor retomó la materia:

-La primera estación fue La Televisora Nacional y emitió señal por primera vez el 22 de noviembre de 1952. Fue creada por el gobierno, como era de esperarse, y pensaba usarla a su favor. Pero cometieron una venezolana –las cuatro chicas de la primera fila volvieron a reír y el resto mantenía charlas ruidosas- El mismo día de la transmisión, la señal cayó. El proyecto se detuvo, y esta pausa le permitió a las empresas privadas ver una nueva posibilidad de negocio.

Las cuatro chicas del frente lo miraron entretenidas, mientras las 40 restantes se mostraban impacientes y empezaban a gritar “¡Diez y media! ¡Oficial, Diez y media!”. El profesor, valiéndose amparándose en el entusiasmo de las primeras chicas, continuó:

-Y bueno, como saben, en 1953 sale Pérez Jiménez del poder y los venezolanos estaban deseosos de poner en práctica la libertad de expresión que le habían quitado. Piensen ustedes mismas si no iba a ser un éxito de negocio.

En ese momento, la oficial se acercó y le indicó que el tiempo había finalizado. Abrió la reja y las muchachas comenzaron a salir, ansiosas, en fila. Algunas, como de costumbre, le dijeron comentarios atrevidos al docente tocándose el cuerpo y carcajeándose al final. Él las miró con desconsuelo y luego se fijó en las cuatro adolescentes que habían estado en la primera fila. Se despidieron con un gesto sencillo y siguieron su camino junto con las otras. La oficial se le preguntó:

-¿Va a seguir trabajando aquí licenciado o va a aceptar el trabajo en el Norte? Es que arriba me mandaron a llamarlo.

-No- Continuó mirando como se alejaban las cuatro muchachas- Dile que estén tranquilos, que yo me quedo.

martes, 7 de junio de 2011

Invisible

Cuando empecé a sentir que me desvanecía, me levanté. Nadie pareció notar que me iba. Pasé detrás de las sillas y caminé por el pasillo. Solo. Iluminado, pero solo. Aumentó la presión sanguínea, lo sé, pero yo sentí que mis partículas, mi composición, desaparecían. Y que mi cuerpo se me iba. Y que yo me quedaba sola, conmigo, vagando, sin cuerpo y sin posibilidad de regresar.

Necesitaba que me vieran, pero no encontraba a nadie. Vi a un par de desconocidos, pero no se inmutaron en mi presencia. Continuaron hablando, como si nada pasó. Como si nadie pasó. Como si el viento pasó y ya.

Tenía un nudo en la garganta, uno hecho de cuerdas de fibras gruesas y astilladas que me producían ganas de vomitar. ¿Y cómo me voy a mi casa con la camisa llena de vomito? Atravesé los jardines empapados de la lluvia anterior y caminé por las canchas de tenis. Oscuras y llenas de mosquitos.

La luz se reflectó en mi cara, vi a un par de conocidos. No me saludaron, no sé si me vieron. Ya estaba llorando. Continué mi camino. Empecé a gritar, a morderme los puños y a preguntar por qué. 

El flujo de las personas aumentó. El camino se volvió turbio, ajetreado y concurrido. La gente caminaba a mis lados, sin notarme. Llegué a la plaza. Escuché la música y un perro tropezó conmigo. O aquello me pareció, porque no llegó a tocarme y se devolvió sin siquiera dedicarme un ladrido.

Las lágrimas quemaban mi rostro como si estuviesen hechas de aceite hirviendo. De aceite sucio, usado, que provenía de mi alma y que nunca podría limpiarse. Lleno de residuos negros, rugosos e infinitos. Aceite, pero nadie parecía notarlo.

Ni siquiera los carros llegaron a estar cerca de mí. Ni las motos, con su desespero. Me habían dado una pasarela de pavimento, y yo caminaba en ella, sin público, sin prisas, sin aplausos, sin vida. Volví a morderme los puños, o mejor dicho, el dedo índice de mi mano derecha mientras la colocaba en forma de puño en mi boca.

Los torniquetes del metro se vieron vacios. Yo pasé por otra puerta: la de los imposibilitados, la del personal operativo, la de los invisibles; pero ni siquiera ella pareció recibirme. Entré como quien lo hace por casualidad, aprovechando la oportunidad, sin ser invitado. Callada. Marchita.

Comencé a creer que no existía, y efectivamente no existía. Entré al vagón sin ningún rose, me senté en un puesto que permanecía vacío desde el viaje anterior. Como si me hubiese estado esperando, porque él también era invisible.

Me coloqué el bolso en el pecho y las piernas en posición fetal. Los murmullos de los pasajeros ahogaban mi respiración agitada, agitada apropósito. Entonces la aumenté. Entonces nadie escuchó. Y ya cansada de rogar, permití que los fluidos se dispararan, sin importar si el vomito se colaba entre ellos. Quería compasión, pero nada. No salió nada. Ni el vomito, ni la compasión, ni la vida. Ni yo. No existo. Soy invisible.